25 junio 2009

Queda entre borrachos




Dios da bebida a esos borrachos que se despiertan al amanecer
Farfullando sobre las rodillas de Belcebú, totalmente destrozados,
Cuando una vez más espían a través de las ventanas
Acechando, el terrible puente cortado del día.


Albert Finney es Malcolm Lowry...
o podria ser al reves...

22 junio 2009

Eco de Pupilas de Acero


Una muerte en la familia

James Agee

Voy a hablar ahora de las tardes de verano en Knoxville, Tennesse, durante la época de mi niñez en que tan feliz viví allí. Era como una especie de caserío habitado por gente de la clase media. Las casas, construidas entre los últimos años del siglo pasado y los primeros del actual, eran de madera, de medianas dimensiones, de bonito aspecto, con porches, con uno o dos resaltos a cada lado, patios delantero y laterales pequeños, un patio interior más espacioso que éstos, y árboles en todos ellos. Los árboles eran de madera blanda, álamos y tuliperos. Un par de casas tenían cerca, pero los patios estaban separados, a trechos, sólo por setos de poca altura. Eran contados los buenos amigos entre las personas mayores, y no eran éstas lo bastante modestas para tener un trato más íntimo; pero todos saludaban con una inclinación de cabeza y conversaban, hasta llegaban a charlar un rato de cosas triviales, y los habitantes de las casas contiguas sostenían conversaciones más largas cuando se veían. Nunca se visitaban. Los hombres eran casi todos pequeños comerciantes, dos de ellos desempeñaban cargos de poca responsabilidad, otro par ejercía oficios manuales y algunos eran empleados de escritorio; y en gran parte hallábanse entre los treinta y los cuarenta y cinco años de edad.


Pero yo hablo de aquellas tardes.

Se cenaba a las seis y se acababa ésta hacia las seis y media. Había aún luz del día, empañada, que brillaba suavemente como el interior de una concha marina. Las lámparas de carbón, en lo alto de las esquinas, estaban ya encendidas. Cantaban las cigarras, se mostraban las luciérnagas y unas cuantas ranas saltaban a la hierba llena de rocío al tiempo que salían los padres con sus niños. Los chiquillos echaban a correr como locos, llamándose a voces por sus nombres. Los padres se sentaban despacio, sujetos los pantalones con tirantes cruzados, y sus propios cuellos parecían más largos por haberse quitado el de la camisa. Las madres seguían en la cocina, lavando y secando, poniendo las cosas en su sitio, iban y venían sin dejar huella de sus pisadas, como los viajes que hacen toda su vida las abejas, midiendo el coco seco para el desayuno; cuando salían, ya sin delantal, mostraban las faldas mojadas, y se sentaban en mecedoras en los porches, en silencio.

No quiero referirme ahora a los juegos con que se divertían los niños por la tarde, sino a un ambiente contemporáneo que tenía poco que ver con ellos: el de los padres de familia, cada uno en su jardín, con la camisa que se les decoloraba a la luz artificial y el rostro gris, regando las plantas. Las mangueras eran de muy diversas formas; pero, generalmente, lanzaban un bonito chorro de espuma. La lanza yacía mojada en la mano que la sostenía, y había gotas de agua en el antebrazo derecho y el agua trazaba un cono largo y estrecho, curvado, produciendo un grato sonido. Al principio, el ruido de la lanza era violento; luego irregular, de ajuste, y después íbase suavizando hasta convertirse en un tono constante y perfectamente acordado con el volumen y el estilo del chorro, como un violín. ¡Cuántos tonos de sonido salen de una manguera! ¡Cuántas diferencias corales en aquellas mangueras que estaban al alcance del oído! Fuera de cada manguera, el silencio casi absoluto de la suelta, y el suave y corto arco de las gotas grandes desprendidas, silente como el aliento contenido, y el único ruido el grato son en las hojas y el césped al caer sobre ellos cada una de aquellas grandes gotas. Eso y el fuerte silbo con el impetuoso chorro; eso, y aquella impetuosidad haciéndose, no menor, sino más apacible y dulce al ser movida la lanza, hasta aquel murmullo extremadamente tierno cuando el agua no era más que una campana lejana que daba un toque para anunciar que podía romperse el silencio.

Aunque, mayormente, las mangueras estaban colocadas de manera muy parecida, con arreglo a un convenio entre la distancia y la suavidad de la espuma -había seguramente un sentido del arte detrás de ese convenio, y un gozo profundo y sereno demasiado real para reconocerse-, los sones estaban, por tanto, graduados de un modo muy parecido, señalados por el bufido que daba otra manguera al empezar a soltar el agua, adornados por algún hombre que jugueteaba con la lanza, dando una súbita sensación de vacío cuando uno de ellos desistía; y, aun siendo todos muy semejantes, el tono era distinto en esa unisonancia. Aquellos chorros, bellos y pálidos bajo la luz, elevaban sus palideces y sus voces todos juntos; las madres mandaban a sus hijos que se callaran y estuviesen quietos, con interjecciones forzadamente prolongadas; los hombres, benévolos y callados, se encerraban cada uno, como el caracol, en el sosiego de lo que estaban realizando. Los chicos grandullones orinaban en una pared invisible, y sus micciones formaban como un ala. Y se sentían tranquilos y felices, saboreando la mezquina bondad de la vida que llevaban como la boca saboreaba la última cena que habían hecho. Entretanto, las cigarras sostenían también el ruido de las mangueras con su más alto y agudo tono. El sonido que emite la cigarra es áspero; no parece estridente ni vibrado, sino como si saliera del insecto a través de un pequeño orificio, empujado por un aliento que nunca puede agotarse. Además, nunca parece que haya una sola cigarra, sino mil, al menos. El ruido de cada cigarra está graduado con arreglo a alguna gama clásica, obra de cigarra, de la que ninguna de ellas varía más de dos tonos puros. Y sin embargo, a uno parécele oír que cada cigarra es distinta de las demás, que hay una larga y lenta vibración en su ruido, como el no bien definido arco de un puente largo y alto, y todas encuéntranse por ambos lados de los árboles, por lo que el ruido parece provenir de ninguna y de todas partes, de la amplia bóveda celeste, y tiembla en nuestra carne y atormenta nuestros tímpanos, porque es el más audaz de todos los ruidos de la noche. Y, sin embargo, es el habitual de las noches de verano; pertenece a la gran orden de los ruidos, como los del mar y los de la precoz nieta de éste, la sangre; y uno cree oírlos cuando tiene conciencia de que está escuchando. Mientras tanto, desde abajo, en la oscuridad, fuera de los bamboleantes horizontes de las mangueras, comunicando siempre a la hierba húmeda de rocío su fuerte olor de tizne pardo negruzco, emergen los regulares y espaciados ruidos de los grillos, cada uno un casto y dulce son argentino de tres notas, como el que produce una cadenita cuando saltamos tres eslabones que se habían pegado.

Pero los hombres ya han hecho callar a las mangueras, las han secado y enrollado. Ahora quedan dos, luego sólo uno, y no se distingue sino la camisa, con lo cual parece un fantasma, con las gomas para sujetar las mangas, y el grave misterio de su agradable rostro, como la cara del ganado que se pregunta el porqué de nuestra presencia en una pradera oscura como boca de loco. Y él también se ha ido, y ha llegado la hora de la tarde en que la gente se sienta en los porches de sus casas, se mece despacio, habla bajito y mira hacia la calle y a las cosas que posee -árboles, aves, cobertizos-. La gente discurre, las cosas pasan; un caballo, hueco sobre el asfalto; un automóvil corriendo ruidosamente, y otro sin ruido; parejas caminando sin prisa, arrastrando los pies, desviando el peso de su cuerpo estival, hablando de cuando en cuando, despidiendo olor que sabe a vainilla, fresa, catón y a leche almidonada, llevando encima la imagen de amantes y jinetes, concordándose con payasos vestidos de color ámbar sin matiz. Un tranvía eleva su férreo lamento; se para, toca la campana y arranca; despierta y de nuevo alza su cada vez más fuerte férreo lamento, estertoroso; sus ventanillas doradas y sus asientos de paja van dejando atrás las cosas…, atrás, atrás, atrás; la fría chispa crepita y echa maldiciones sobre él como un pequeño espíritu maligno dispuesto a seguir sus pasos; la vía, el férreo lamento asciende al aumentar la velocidad, sigue subiendo, baja, enmudece; la campana suena poco fuerte, más fuerte ahora, menos, más, más, van apagándose sus sones. Olvidamos esto. Ahora es el rocío azul de la noche.

Ahora es el rocío azul de la noche. Mi padre ha secado y enrollado la manguera.

Sobre la extensión de los prados, las llamas bajas, alienta aún una hoguera que se va extinguiendo.

Contento, plateado, como atisbadero luminoso, cada grillo hace su comentario una y otra vez en el anegado césped.

Un sapo, indiferente, tropieza y se da un porrazo.

Dentro de las esquinas de sombras húmedas de los patios laterales hay chiquillos casi locos de alegría miedosa que vigilan para ver cuando se marcha el guardián de los postes telefónicos.

Junto a las blancas lámparas de carbón que están en las esquinas, las sabandijas de todos los tamaños son elevadas a sistemas solares elípticos. Las más fuertes luchan entre sí y se causan lesiones. Una de ellas ha caído de espaldas y mueve las patas.

Los padres están en los porches, se mueven sin parar. Los dondiegos del día cuelgan de cuerdecitas, mojadas sus caras de viejo.

Recrea mis oídos el áspero y alegre ruido de las cigarras.

Mis padres han extendido colchas sobre la húmeda hierba del patio interior. Todos nos tendemos allí, mi padre, mi madre, mi tío y yo también. Primero estuvimos sentados, luego uno de nosotros se tendió y después hicimos lo propio todos los demás, quién en posición lateral, quién supina o ventral. Y prosiguieron conversando. No hablaban mucho, y la conversación era en voz baja. No se decían nada de particular, nada, absolutamente nada. Las estrellas están lejos y encendidas; cada una parece una sonrisa dulcísima, y podría decirse que se hallan muy cerca. Todos los míos son más corpulentos que yo, reposados, con voces agradables e inexpresivas, como las de las aves cuando están durmiendo. Uno de ellos es artista y vive en nuestra tierra. Uno es músico y vive en la tierra que nos vio nacer. Otro es mi madre, que es buena para mí. Otro es mi padre, que es bueno conmigo. Por casualidad, todos están en esta tierra, ¡y quién pudiera decir la pesadumbre de encontrarse en ella, tendidos sobre colchones, en la hierba, en un anochecer de verano, entre los ruidos nocturnos! ¡Dios bendiga a los míos, a mi tío, mi tía, mi madre, mi buen padre! ¡Acuérdate de ellos, misericordioso Señor, en sus horas de tribulación y en la hora de la muerte!

Al poco rato me llevan a la casa y me acuestan. El sueño, benigno, sonriente, me acerca a ella y a los que me quieren bien en esta tierra; pero, ¡nadie, ninguno me dirá, jamás, nunca me dirán quién soy yo!


01 junio 2009

San Sebastian

Algo tan perfecto que casi da miedo.


La foto muestra a los operarios del ayuntamiento de San Sebastian realizando labores de mantenimiento de los modelicos ciudadanos.